Libertad Digital por gentileza de Plaza & Janés recupera el capítulo del libro Manual del perfecto idiota latinoamericano y español
que sus autores, Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y
Álvaro Vargas Llosa dedicaron a la obra más popular del escritor
uruguayo Eduardo Galeano, fallecido esta semana. Las venas abiertas de América Latina, es la Biblia del populismo izquierdista.
Reproducimos a continuación extractos de dicho capítulo, el tercero, titulado: La Biblia del Idiota.
En el último cuarto de siglo el idiota latinoamericano ha contado con
la notable ventaja de tener a su disposición una especie de texto sagrado, una Biblia en la que se recogen casi todas las tonterías que circulan en la atmósfera cultural de eso a lo que los brasileros llaman "la izquierda festiva".
Naturalmente, nos referimos a Las venas abiertas de América Latina,
libro escrito por el uruguayo Eduardo Galeano a fines de 1970, cuya
primera edición en castellano apareció en 1971. Veintitrés años más
tarde -octubre de 1994- la editorial Siglo XXI de España publicaba la
sexagésima séptima edición, éxito que demuestra fehacientemente tanto la
impresionante densidad de las tribus latinoamericanas clasificables
como idiotas, como la extensión de este fenómeno fuera de las fronteras
de esta cultura.
En efecto… hay bastantes posibilidades de que la idea de América
Latina grabada en las cabecitas de muchos jóvenes latinoamericanistas
formados en Estados Unidos, Francia o Italia (no digamos Rusia o Cuba)
haya sido modelada por la lectura de esta pintoresca obra ayuna de orden, concierto y sentido común.
¿Por qué? ¿Qué hay en este libro que miles de personas compran,
muchas leen y un buen por ciento adopta como diagnóstico y modelo de
análisis? Muy sencillo: Galeano -quien en lo personal nos merece todo el
respeto del mundo- , en una prosa rápida, lírica a veces, casi siempre
efectiva, sintetiza, digiere, amalgama y mezcla a André Gunder Frank,
Ernest Mandel, Marx, Paul Baran, Jorge Abelardo Ramos, al Raúl Prebisch anterior al arrepentimiento y mea culpa, a Guevara, Castro
y algún otro insigne "pensador" de inteligencia áspera y razonamiento
delirante. Por eso su obra se ha convertido en la Biblia de la
izquierda. Ahí está todo, vehementemente escrito, y si se le da una
interpretación lineal, fundamentalista, si se cree y
suscribe lo que ahí se dice, hay que salir a empuñar el fusil o -los más
pesimistas- la soga para ahorcarse inmediatamente.
Acerquémonos a la Introducción, dramáticamente subtitulada
"Ciento veinte millones de niños en el centro de la tormenta", y
aclaremos, de paso, que todas las citas que siguen son extraídas de la
mencionada edición sexagésima séptima, impresa en España en 1994 por
Siglo XXI para uso y disfrute de los peninsulares. Gente -por cierto-
que sale bastante mal parada en la obra. Cosas del historimasoquismo, como le gusta decir a Jiménez Losantos. Es América Latina la región de las venas abiertas. Desde el
descubrimiento hasta nuestros días todo se ha trasmutado siempre en
capital europeo, o más tarde norteamericano, y como tal se ha acumulado y
se acumula en los lejanos centros de poder. (p. 2)
Aunque la introducción no comienza con esa frase, sino con otra que
luego citaremos, vale la pena acercarnos primero a ese párrafo porque en
esta metáfora hemofílica que le da título al libro hay una sólida pista
que nos conduce exactamente al sitio donde se origina la distorsión analítica del señor Galeano: se trata de un caso de antropomorfismo histórico-económico.
El autor se imagina que la América Latina es un cuerpo inerte,
desmayado entre el Atlántico y el Pacífico, cuyas vísceras y órganos
vitales son sus sierras feraces y sus reservas mineras, mientras Europa
(primero) y Estados Unidos (después) son unos vampiros que le chupan la
sangre. Naturalmente, a partir de esta espeluznante premisa
antropomórfica no es difícil deducir el destino zoológico que nos espera
a lo largo del libro: rapaces águilas americanas ferozmente carroñeras,
pulpos multinaciones que acaparan nuestras riquezas, o ratas
imperialistas cómplices de cualquier inmundicia. La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. (p. 1)
Así, con esa frase rotunda, comienza
el libro. Para su autor, como para los corsarios de los siglos XVI y
XVII, la riqueza es un cofre que navega bajo una bandera extraña, y todo
lo que hay que hacer es abordar la nave enemiga y arrebatárselo. La
idea tan elemental y simple, tan evidente, de que la riqueza moderna
sólo se crea en la buena gestión de las actividades empresariales no le
ha pasado por la mente.
Lamentablemente, son muchos los idiotas latinoamericanos que
comparten esta visión de suma cero. Lo que unos tienen –suponen-,
siempre se lo han quitado a otros. No importa que la experiencia
demuestre que lo que a todos conviene no es tener un vecino pobre y
desesperanzado, sino todo lo contrario, porque del volumen de las
transacciones comerciales y de la armonía internacional va a depender no
sólo nuestra propia salud económica, sino la de nuestro vecino.
Portada del libro
Cualquier observador objetivo que se sitúe en 1945, año en que
termina la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos es, con mucho, la
nación más poderosa de la tierra, puede comprobar cómo, mientras aumenta
paulatinamente la riqueza global norteamericana, disminuye su poderío
relativo, porque otros treinta países ascienden vertiginosamente por la
escala económica. Nadie se especializa en perder. Todos (los que hacen bien su trabajo) se especializan en ganar.
(…) La región (América Latina) sigue trabajando de sirvienta.
Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas como fuente y
reserva del petróleo y el hierro, el cobre y las carnes, las frutas y el
café, las materias primas y los alimentos con destino a los países
ricos, que ganan consumiéndolos mucho más de lo que América Latina gana
produciéndolos. (p. 1)
Este delicioso párrafo contiene dos de los disparates
preferidos por el paladar del idiota latinoamericano, aunque hay que
reconocer que el primero –"nos roban nuestras riquezas naturales"- es
mucho más popular que el segundo: los países ricos "ganan" más
consumiendo que América Latina vendiendo.
Vamos a ver: supongamos que los evangelios del señor Galeano se
convierten en política oficial de América Latina y se cierran las
exportaciones del petróleo mexicano o venezolano, los argentinos dejan
de vender en el exterior carnes y trigo, los chilenos atesoran
celosamente su cobre, los bolivianos su estaño, y colombianos,
brasileros y ticos se niegan a negociar su café, mientras Ecuador y
Honduras hacen lo mismo con el banano. ¿Qué sucede? Al resto del mundo,
desde luego, muy poco, porque toda América Latina apenas realiza el ocho
por ciento de las transacciones internacionales, pero para los países
al sur del Río Grande la situación se tornaría gravísima. Millones de
personas quedarían sin empleo, desaparecería casi totalmente la
capacidad de importación de esas naciones y, al margen de la parálisis
de los sistemas de salud por falta de medicinas, se produciría una
terrible hambruna por la escasez de alimentos para los animales,
fertilizantes para la tierra o repuestos para las máquinas de labranza.
Incluso, si el señor Galeano o los idiotas que comparten su análisis
fueran consecuentes con el antropomorfismo que sustentan, bien pudieran
llegar a la conclusión inversa: dado que América Latina importa más de
lo que exporta, es el resto del planeta el que tiene su sistema
circulatorio a merced del aguijón sanguinolento de los
hispanoamericanos. De manera que sería posible montar un libro
contravenoso en el que apasionadamente se acusara a los latinoamericanos
de robarles las computadoras y los aviones a los gringos, los
televisores y los automóviles a los japoneses, los productos químicos y
las maquinarias a los alemanes y así hasta el infinito. Sólo que ese
libro sería tan absolutamente necio como el que contradice.
(...)
Por un lado, Galeano no es capaz de entender que si los
latinoamericanos no exportan y obtienen divisas, a duras penas podrán
importar. Por otro, no se da cuenta de que los impuestos que pagan los
consumidores de esos productos no constituyen una creación de riqueza,
sino una simple transferencia de riqueza del bolsillo privado a la
tesorería general del sector público, donde lo más probable es que una
buena parte sea malbaratada, como suele ocurrir con los gastos del
Estado. Hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización. [Y de ahí concluye Galeano que:] cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios. (p.1)
Aquí está -en efecto- la teoría del precio justo y el horror al
mercado. Para Galeano, las transacciones económicas no deberían estar
sujetas al libre juego de la oferta y la demanda, sino a la asignación de valores justos a los bienes
y servicios; es decir, los precios deben ser determinados por
arcangélicos funcionarios ejemplarmente dedicados a estos menesteres. Y
supongo que el modelo que Galeano tiene en mente es el de la era
soviética, cuando el Comité Estatal de Precios radicado en Moscú contaba
con una batería de abrumados burócratas, perfectamente diplomados por
altos centros universitarios, que asignaban anualmente unos quince
millones de precios, decidiendo, con total precisión, el valor de una
cebolla colocada en Vladivostok, de la antena de un sputnik en el
espacio o de la junta del desagüe de un inodoro instalado en una aldea
de los Urales, práctica que explica el desbarajuste en que culminó aquel
experimento, como muy bien vaticinara Ludwig von Mises en un libro —Socialismo— gloriosa e inútilmente publicado en 1926.
(…)
¿No se da cuenta el idiota latinoamericano de que Rusia y el bloque del Este
se fueron empobreciendo en la medida en que se empantanaban en el caos
financiero provocado por las crecientes distorsiones de precios
arbitrariamente dispuestos por burócratas justos, que con cada decisión
iban confundiendo cada vez más al aparato productivo, hasta el punto en
que el costo real de las cosas y los servicios tenían poca o ninguna
relación con los precios que por ellos se pagaban?
Pero volvamos al esquema de razonamiento primario de Galeano y
aceptemos, para entendernos, que a los colombianos hay que pagarles un
precio justo por su café, a los chilenos por su cobre, a los venezolanos
por su petróleo y a los uruguayos por su lana de oveja. ¿No pedirían
entonces los norteamericanos un precio justo por su penicilina o por sus
aviones? ¿Cuál es el precio justo de una perforadora capaz de extraer
petróleo o de unos «chips» que han costado cientos de millones de
dólares en investigación y desarrollo? Y si después de llegar a un
acuerdo planetario para que todas las mercancías tuvieran su precio
justo, de pronto una epidemia terrible eliminara todo el café del
planeta, con la excepción del que se cultiva en Colombia, y comenzara la
pugna mundial por adquirirlo, ¿debería Colombia mantener el precio
justo y racionar entre sus clientes la producción, sin beneficiarse de
la coyuntura? ¿Qué hizo Cuba, en la década de los setenta, cuando
realizaba el ochenta por ciento de sus transacciones con el Bloque del
Este, a precios justos (es decir, fijados por el Comité de Ayuda Mutua
Económica -CAME - ), pero de pronto vio cómo el azúcar pasaba de 10 a 65
centavos la libra? ¿Mantuvo sus exportaciones de dulce a precios justos
o se benefició de la escasez cobrando lo que el mercado le permitía
cobrar?
Es tan infantil, o tan idiota, pedir precios justos como quejarse de la libertad económica para producir y consumir. Elmercado, con sus ganadores y perdedores —es importante que esto se entienda —, es la única justicia económica posible. Todo lo demás, como dicen los argentinos, es verso. Pura cháchara de la izquierda ignorante. El modo de producción y la estructura de clases
de cada lugar han sido sucesivamente determinados desde fuera, por su
incorporación al engranaje universal del capitalismo. (p. 2) ... A cada
cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo
de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de
las dependencias sucesivas, que tienen mucho más de dos eslabones, y
que por cierto, también comprenden dentro de América Latina la opresión
de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de
cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen
sobre sus fuentes interiores de víveres y mano de obra. (p. 3)
El acabose. (…) Dice Galeano que el "modo de producción y la
estructura de clases de cada lugar han sido determinados desde fuera".
En esa palabra –determinados- ya hay toda una teoría conspirativa de la
historia. A Galeano no se le puede ocurrir que la integración de América
Latina en la economía mundial no ha sido determinada por nadie, sino
que ha ocurrido, como le ha ocurrido a Estados Unidos o a Canadá, por la
naturaleza misma de las cosas y de la historia, sin que nadie -ni
persona, ni país, ni grupo de naciones- se dedique a planearlas.
(…)
Pero si en lugar de quejarse de algo tan inevitable como conveniente,
el idiota latinoamericano se dedicara a estudiar cómo algunas naciones
antes paupérrimas se han situado en el pelotón de avanzada, observaría
que nadie ha impedido a Japón, a Corea del Sur o a Taiwán convertirse en
emporios económicos. La lluvia que irriga a los centros del poder imperialista ahoga
los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el
bienestar de nuestras clases dominantes -dominantes hacia dentro,
dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas
a una vida de bestia de carga. (p.4)
Quienes opinan una atrocidad de este calibre no son capaces de entender que el concepto clase no existe,
y que una sociedad se compone de millones de personas cuyo acceso a los
bienes y servicios disponibles no se escalona en compartimientos
estancos, sino en gradaciones casi imperceptibles y móviles que hacen
imposible trazar la raya de esa supuesta justicia ideal que persiguen
nuestros incansables idiotas.
Tomemos a Uruguay, el país del señor Galeano, una de las naciones
latinoamericanas en que la riqueza está menos mal repartida. (…) Pero
¿hasta dónde puede llegar esta cadena de verdugos y víctimas? Hasta el
infinito: hay uruguayos con aire acondicionado, lavadora y teléfono.
¿Les han robado a otros uruguayos más pobres estas comodidades propias
de los grupos medios? ¿Se ha puesto a pensar el señor Galeano a quién le
roba él su relativa comodidad de intelectual bien situado, frecuente
pasajero trasatlántico? El ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces
mayor que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces más
intenso. Y los promedios engañan (...) seis millones de latinoamericanos
acaparan, según Naciones Unidas, el mismo ingreso que ciento cuarenta
millones de personas ubicadas en la base de la pirámide social. (p. 4)
Lo que Galeano no es capaz de comprender -y demos sus cifras por
ciertas- es que ese norteamericano promedio también crea siete veces más
riqueza que su vecino del sur, pues -de lo contrario- no podría gastar
lo que no tiene.
El consumo (querido idiota) es una consecuencia de la producción.
(....) ¿Cómo puede un agricultor ecuatoriano esperar la misma
remuneración por su trabajo que un agricultor norteamericano, cuando la
productividad del estadounidense es cien veces la suya? En Estados
Unidos menos del tres por ciento de la población se dedica a la
agricultura, alimenta a 260 millones de personas, y produce excedentes
que luego exporta. Por eso los agricultores gringos ganan más.
Básicamente por eso.
(…)
Pero donde los razonamientos de Galeano -y me temo que de los idiotas
latinoamericanos, a los que, con cierta melancolía, va dedicado este
libro -alcanzan el nivel de la paranoia y la irracionalidad más absolutas es en el tema del control de la natalidad. De acuerdo con Las venas abiertas de América Latina, la alta tasa de crecimiento de esta región del mundo no es alarmante porque: En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no
sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro
cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra: Perú, 32
veces menos que Japón. (p. 9)
Es como si Galeano y sus huestes no pudieran darse cuenta de que la
necesidad de controlar los índices de natalidad no depende del
territorio disponible, sino de la cantidad de bienes y servicios que
genera la comunidad que se analiza y las posibilidades que posee de
absorber razonablemente bien a su población. ¿De qué le sirve a una
pobre mujer habitante de una favela en Río o en La Paz saber que el
séptimo hijo que le va a nacer -al que difícilmente le podrá dar de
comer y mucho menos podrá educar- vivirá (si vive) en un país
infinitamente menos poblado que Holanda?
(…)
Y aquí viene una de las frases más increíblemente bobas de todo un libro que se ha ganado, muy justamente, su carácter de Biblia del idiota latinoamericano: En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los
guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. (p. 9)
De manera que los pérfidos poderes imperiales, con Wall Street y la
CIA a la cabeza, asociados con la burguesía cómplice y corrupta,
distribuyen condones para impedir el definitivo trallazo revolucionario.
Lucha final que Galeano otea en el ambiente y cuyo paradigma y modelo
encarna Castro, puesto que: El águila de bronce del Maine, derribada el día de la victoria de
la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas, bajo
un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también
otros países han iniciado por distintas vías y con distintos medios la
experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la
perpetuación del crimen. (p. 11)
(…)
El problema es que Cuba, tras la desaparición del
Bloque del Este, da muestras desesperadas de querer abrirse las venas
para que el capitalismo le succione la sangre, mientras afronta su
crisis final con medidas de ajuste calcadas del recetario del FMI.
(…)
Y mientras hace esto, contradiciendo el recetario de Galeano, la Isla mantiene, a base de abortos masivos,
la tasa de natalidad más baja del Continente, y la más alta de
suicidios, pese a que es catorce veces más grande que la vecina Puerto
Rico y proporcionalmente mucho más despoblada.
Por último, ese paraíso propuesto por Galeano como modelo -del que
todo el que puede escapa a bordo de cualquier cosa capaz de flotar o
volar- de un tiempo a esta parte ya no exhibe como atracción su gallardo
perfil de combatiente heroico, sino las sudorosas y trajinadas nalgas de las pobres mulatas
de Tropicana, y la promesa de que ahí -en esa pobre isla- se puede
comprar sexo de cualquier clase con un puñado de dólares. A veces basta
con un plato de comida. Menos, mucho menos de lo que cuesta en una
librería el libro del señor Galeano. Manual del perfecto idiota latinoamericano... y español. Presentación de Mario Vargas Llosa. Escrito por Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa. (Ed. Plaza & Janés, 1996)