Los Puertos en blanco

Los Puertos en blanco
Nevada 18 de Enero de 2017

sábado, 26 de diciembre de 2015

Ponzano: una calle para comérsela




Ponzano: una calle para comérsela


Si hablamos de turismo gastronómico o simplemente del puro placer de comer, hay un destino claro: la calle Ponzano de Madrid.

La entrada del Bar Muta en la madrileña calle Ponzano.
La entrada del Bar Muta en la madrileña calle Ponzano.




Si hablamos de turismo gastronómico o simplemente del puro placer de comer, hay un destino claro: la calle Ponzano en Madrid. En el distrito de Chamberí, entre las calles Santa Engracia y Ríos Rosas (2 manzanas), conviven el tapeo clásico de tabernas y tascas con azulejo y barras de toda la vida junto con restaurantes que han aportado nuevos sabores y propuestas en poco más de 500 metros. Nos unimos al #Ponzaning y hacemos un repaso de estos últimos.

DE ATÚN

La barra de De Atún.
La barra de De Atún.
Calle Ponzano, 59. Tel. 910 33 88 63. Precio medio: 40 euros aprox.
De los últimos en abrir en esta calle, lleva desde el 1 de diciembre sirviendo atún de almadraba traído desde Barbate. El empresario Christopher Golding y el chef de Zahara de los Atunes, Damián Ríos, han elaborado una carta con el atún como rey absoluto.
Dos opciones para probarlo: o bien de tapeo en mesas altas o en platos más elaboradores en el restaurante. Y si hay alguien en el grupo que no le va mucho el atún también hay algunos platos que no lo llevan.

RESTAURANTE CANDELI

Restaurante Candeli
Restaurante Candeli
Calle Ponzano, 47. Tel. 917 37 70 86. Precio medio: 35 euros.
En Candeli no han querido elegir entre carne y pescado. Se han especializado en las dos y ¡a la parrilla!.
Con cocina vista, zona para tapeo y restaurante, en Candeli se cocina producto de temporada. La calidad de sus productos está expuesta en su barra. Puedes comprar los vinos en su bodega y luego descorcharlos allí o llevártelos.

LE QUALITÉ TASCA

Le Qualité Tasca
Le Qualité Tasca
Calle Ponzano, 48. Tel. 910 14 69 20. Precio medio: 30 euros.
Es como una casa de comidas pero remozada en blanco y grandes cristaleras. En la cocina miman el producto y a la sala le han dado un aire más nórdico (madera y paredes blancas).
Los dueños, Marcos y María, hablan con los proveedores para asegurarse de poner en la mesa producto revisado por ellos. Con él elaboran una carta sencilla con destellos de originalidad.

TOQUE DE SAL

Toque de Sal
Toque de Sal
Calle Ponzano, 46. Tel. 912 64 65. Precio medio: 30 euros aprox.
En un ambiente de bistró parisino, este espacio ofrece cocina de mercado con un toque afrancesado. Aquí se puede acudir a desayunar, tapear, comer, cenar y hasta tomar copas. Platos como el steak tartar o el rabo de toro son estrellas de la carta. Para finalizar sorprende su postre de mousse de chocolate con un toque de sal. Y en su oferta de vinos, algunas referencias de la región de Burdeos.

LA MÁQUINA DE CHAMBERÍ

La Maquina de Chamberí
La Maquina de Chamberí
Calle Ponzano, 39. Tel. 913 99 21 50. Precio medio: 40 euros aprox.
El grupo La Máquina también desembarcó en esta calle gourmet de Madrid. Han distribuido el espacio, que en su día ocupó el restaurante Alborán en dos ambientes: una gran barra de pinchos para el tapeo y un comedor para darse un homenaje. Sus especialidades son arroces, pescados y frituras. Y como servicio extra en una calle tan transitada, tienen servicio de aparcacoches. Y para el verano es de agradecer su terraza en un patio interior.

LA CONTRASEÑA

La Contraseña
La Contraseña
Calle Ponzano, 6. Tel. 911 72 63 78. Precio medio: 35 euros.
Su fachada no refleja todo lo que tiene este restaurante en su interior. Lo primero que ves al entrar es su barra, muy animada y perfecta para el tapeo y los primeros vinos. Según te adentras en el local encuentras enormes y diáfanos espacios decorados con estilo colonial para degustar tranquilamente la carta.
Y aquí puedes comer un poco de todo, es decir, cocina internacional con buen acabado. Si después hay energía para las copas, La Contraseña tiene una entreplanta para continuar la noche. Y si prefieres intimidad reserva en El Escondido, un lugar aislado del resto del restaurante.

LAMBUZO

Lambuzo
Lambuzo
Calle Ponzano, 8. Tel. 915 13 80 59. Precio medio: 25 euros.
La familia Moreno García abrió su segunda sede en la ciudad en Ponzano, donde, entre tanta oferta gastronómica, tenía que estar presente Cádiz. Y esto es lo que ofrecen: producto mayoritariamente gaditano para degustar en tapas o platos y un pequeño colmado o abacería para comprar algunos productos. En la barra o en el comedor, es un sitio perfecto para compartir y probar un poco de todo (de ahí viene Lambuzo, el que come de su propio plato y del ajeno).

SALA DE DESPIECE

Sala de Despiece
Sala de Despiece
Calle Ponzano, 11. Tel. 917 52 61 06. Precio medio: 30 euros.
Imaginemos que alguien busca la esencia y la muestra de una manera original y llena de creatividad. Esto es Sala de Despiece: una barra abierta al tapeo y al bullicio pero… con un envoltorio de lo más moderno. De un blanco impoluto han envuelto el local y a los camareros para resaltar con ello la importancia que le dan al único protagonista: el producto. ¿Y qué hacen con él? Una carta imaginativa con propuestas que no dejan indiferente. El resultado: pásate cualquier día a ver si tienes suerte y puedes entrar.

MUTA

Muta Bar
Muta Bar
Calle Ponzano, 10. Tel. 912 50 98 97. Precio medio: 30 euros aprox.
El concepto se llama Muta pero si vas buscando el nombre por la calle no lo encontrarás porque muta constantemente. Cada cierto tiempo transforman el restaurante y lo dedican a algún país o tipo de cocina.
Por allí ha pasado la cocina de Brasil, la de Baleares… y durante el mes de diciembre se ha instalado Smoking Club. Un homenaje al humo y a todo lo que se hace lentamente, con cocciones largas y pacientes. Otra idea de Javier Bonet, el creador de Sala de Despiece.

sábado, 17 de octubre de 2015

¿Hubo genocidio en América?

¿Hubo genocidio en América?


Fernando Díaz Villanueva

Hace unos 15.000 años (milenio arriba milenio abajo) el estrecho de Bering, un brazo de agua de unos 80 kilómetros de ancho situado en el extremo septentrional de América, quedó, tras el fin de la última glaciación, anegado por las aguas del Pacífico. Este detalle carecería de importancia si no fuese porque en la ribera oriental del recién formado estrecho quedaba aislada una comunidad humana prehistórica, que había ido llegando a pie desde Siberia gracias a que el nivel del mar era unos 120 metros inferior al actual. Estas dos partes de la humanidad, una en el viejo mundo y otra en el nuevo, ajenas ambas a la existencia de la otra,permanecieron separadas durante 16.000 años o, lo que es lo mismo, unas 700 generaciones. Para poner en perspectiva la cifra recuerde que la pirámide de Keops fue levantada hace 4.500 años o que el Imperio Romano alcanzó su máxima extensión territorial hace menos de dos mil años.
La historia de los seres humanos en América comienza con un aislamiento milenario, y eso ayuda bastante a explicar todo lo que sucedió







La historia de los seres humanos en América comienza con un aislamiento milenario, y eso ayuda bastante a explicar todo lo que sucedió cuando este pequeño grupo, que se había multiplicado y extendido por un gigantesco continente que va de polo a polo, se encontró de golpe con el resto de la especie. Durante este tiempo las dos comunidades que, no lo olvidemos, estaban aún en el paleolítico, se fueron desarrollando de manera paralela, adaptándose a entornos diferentes mediante sus propias estrategias de supervivencia en el que quizá haya sido el mayor experimento natural que haya visto el mundo. La consecuencia de la gran separación, o el gran aislamiento dependiendo de cómo queramos verlo, fue queuna de las comunidades se desarrolló más lentamente, exponiéndose así a un reencuentro traumático. Y no es que fueran tontos, es que eran muchos menos y les tocó lidiar con la geografía americana, mucho más agreste que la euroasiática, con catástrofes naturales más devastadoras y frecuentes y con el hecho de que el eje de las tierras emergidas describe en América una línea longitudinal y no latitudinal como en el caso de Eurasia, con las implicaciones climáticas que eso conlleva de cara a la movilidad y al trasiego de habilidades, experiencias y cultivos.
Los primeros habitantes de Eurasia que consiguieron atravesar la sima oceánica que separa ambas masas de tierra fueron españoles por la simple razón de que España se encuentra al borde mismo de esa sima. No hubo genialidad ninguna, bien podrían haber sido franceses, portugueses, ingleses e incluso árabes, aunque estos últimos nunca mostraron demasiado interés en la navegación. De hecho, técnicamente los primeros euroasiáticos en pisar suelo americano fueron los vikingos, pero alcanzaron el continente demasiado al norte, donde la población era escasa y el clima severo. Por no hablar de que los escandinavos del siglo XI eran uno de los pueblos más atrasados tecnológicamente de todo el viejo mundo, por lo que no disponían ni del capital ni de los conocimientos adecuados para una conquista y ocupación sostenida de los nuevos territorios.

Leiv Eiriksson descubre América del Norte, de Cristiano Krohg (1893)

Al final la reconexión entre estos dos grandes grupos humanos recayó en los pueblos de Europa occidental, con especial intensidad en los de la península ibérica, condenados a un rincón del continente y con el océano como única salida. Tras el primer viaje de Colón y su regreso triunfal un aluvión de españoles se derramó sobre América, primero sobre el Caribe y, más tarde sobre el centro y el sur del continente. Fue el comienzo de una estampida humana a través del Atlántico que hoy sigue su curso y que cambió dramáticamente el mundo, y no precisamente para mal. Como no podía ser de otra manera, las consecuencias de esta invasión fueron inmediatas.
Los españoles de la época no eran nada especial, eran simplemente una expresión más, ni siquiera la más refinada, de las muchas revoluciones que se habían producido en Eurasia desde el momento de la separación. Traían una tecnología superior, empezando por la navegación misma. Ningún pueblo americano, ni los más avanzados, estaba en condiciones de efectuar un viaje semejante. Dominaban, además, la metalurgia, la escritura y la pólvora. Disponían de un abanico muy amplio de animales domésticos que, amén de hacerles gran parte del trabajo, constituían un suministro continuo de proteínas que se sumaba al de unas cuantas especies vegetales muy productivas y con gran aporte nutricional como el trigo, la cebada o el arroz. Creían en un único dios trascendente, es decir, que estaba fuera de la Tierra y al que acompañaba un teología sofisticada y puesta por escrito, muy lejos de chamanismo prehistórico de las culturas americanas, alimentado por la extraordinaria abundancia de plantas alucinógenas que siempre hubo en el nuevo mundo. Por último, portaban consigo enfermedades nuevas, desconocidas y letales para los habitantes del hasta entonces incomunicado hemisferio occidental.
Si hubo un genocidio este fue biológico, no muy diferente al que la peste bubónica infligió a Europa a mediados del siglo XIV






Los españoles sabían de todas sus ventajas y las pusieron a trabajar a su favor, menos de la ventaja fundamental, que era la biológica y la que terminaría por inclinar la balanza. Se estima que entre el 90 y el 95% de la población de las Indias –así dieron en llamarlas los primeros españoles en la creencia de que habían llegado a las inmediaciones de la India–, murió a causa de enfermedades muy comunes en Europa pero que en América eran inéditas. Si hubo un genocidio este fue biológico, no muy diferente al que la peste bubónica infligió a Europa a mediados del siglo XIV. Pero las epidemias no son propiamente genocidios, son epidemias. Por poder podemos emplear el término genocidio, pero eso sería retorcer el idioma sin más sentido que el de satisfacer ciertos desvaríos ideológicos o el de apuntalar algunas agendas políticas.
Conforme al Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional un genocidio es cualquier acto intencionado que busque “destruir total o parcialmente a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal”. Luego no fue un genocidio desde el punto de vista jurídico, pero tampoco lo fue si nos atenemos al significado coloquial del término, que en nuestra lengua y según recoge el diccionario de la Real Academia viene a ser “el exterminio o eliminación sistemática de un grupo social por motivo de raza, de religión o de política”.
Los españoles en América –y quien dice españoles dice portugueses, ingleses, franceses u holandeses– no tuvieron nunca la intención de eliminar sistemáticamente a grupo social alguno, al menos durante los dos o tres primeros siglos de presencia europea en el continente. Lo que si tuvieron todos ellos fue la voluntad de apoderarse de las tierras recién descubiertas. Lo hicieron a través de todos los medios posibles, incluidos la negociación amistosa y la compra de terreno a los indígenas, aunque prevaleció la conquista al estilo tradicional. En el caso de los españoles, que eran muy pocos durante el primer siglo por la propia debilidad demográfica de la metrópoli y la larga y costosa travesía oceánica, fueron habituales los pactos entre el conquistador y los indígenas locales ansiosos de desquitarse de otras tribus con las que llevaban largo tiempo guerreando, o simplemente porque les movía idéntica voluntad de conquista que a los españoles, a quienes consideraban aliados especialmente recomendables dada su superioridad tecnológica.
La crueldad desplegada por los conquistadores era la propia de la época, no muy distinta a la que se dispensaban los europeos entre sí en sus muchas guerras internas







De este modo se conquistó México. Cortésnunca podría haberlo hecho solo, pero al concitar una alianza de todos los que aborrecían al poder imperial, consiguió doblegar al tatloani azteca. Uno de los lugartenientes de Cortés,Pedro de Alvarado, se valió de la ayuda de los quauhquecholtecas y de los cakchiqueles para adueñarse de lo que hoy es Guatemala, Honduras y El Salvador. La crueldad desplegada por los conquistadores era la propia de la época, no muy distinta a la que se dispensaban los europeos entre sí en sus muchas guerras internas, por ejemplo, en las de religión que en aquellos mismos años se despachaban con gran profusión de sangre en el viejo continente. Los caudillos indígenas tampoco escatimaban quebrantos para sus enemigos. Al efecto es muy instructivo el llamado Lienzo de la Conquista, que se conserva en la ciudad mexicana de Puebla y en el que los indígenas conquistadores narran como derrotaron a los indígenas conquistados, los quiché, de la mano de los españoles, a quienes pintan barbados, vestidos, a caballo y no especialmente amenazantes. 

Lienzo de Quauhquechollan (1530-1540)

Una vez concluida la conquista tampoco se produjo genocidio alguno. Y para demostrar esto no hace falta mucho esfuerzo. De haber sido eliminados físicamente hoy no quedaría ningún amerindio o serían una rareza étnica como los maoríes neozelandeses. Pero no es así. América, especialmente la América hispana, es un continente mestizo en el que aún subsisten decenas de lenguas indígenas prehispánicas, algunas con varios millones de hablantes. Lo que si hicieron los españoles del siglo XVI fue poner a trabajar para ellos a todos los indígenas, al menos a todos a los que sobrevivieron a la viruela, al tiempo que los integraban a la fuerza en la nueva sociedad que levantaron a una velocidad asombrosa en sus recién adquiridos dominios. Nada extraño por otra parte, eso es lo mínimo que han hecho los conquistadores en todo tiempo y lugar siempre que han podido permitirse el lujo de hacerlo.
Los españoles replicaron el reino de Castilla al otro lado del Atlántico con sus mismas instituciones y orden jurídico, hasta el tribunal del Santo Oficio se llevaron. Nunca lo tomaron como una colonia, sino como una extensión natural de su propio país. Eso implicó la fundación de ciudades y universidades, la construcción de catedrales, palacios, puertos, fortalezas, caminos… y la difusión de su lengua, su religión y su cultura. También implicó la desaparición de las civilizaciones precolombinas, pero no de todas, muchas ya habían desaparecido antes de su llegada. La de los mayas quizá sea la más conocida pero no fue la única.
Lo que hizo España en América fue muy similar a lo que había hecho Roma en la vieja Hispania milenio y medio antes
Lo que hizo España en América fue muy similar a lo que había hecho Roma en la vieja Hispania milenio y medio antes, con la diferencia de que los romanos fueron mucho más esquivos a la hora de otorgar la ciudadanía romana a los hispanos, mientras que a los nativos americanos se les concedió el título de súbditos del rey desde el preciso instante en el que Colón y sus hombres pusieron el pie en la playa de Guanahaní. Probablemente los conquistados no deseaban ser españoles como los antiguos íberos no querían ser romanos, pero no les quedó más remedio. La historia no es como nos gustaría que hubiese sido, sino como fue. Aplicar los patrones morales actuales a eventos que acontecieron hace medio milenio es o un autoengaño o meras ganas de enredar para poner la historia al servicio de ideas políticas que son más de hoy que de ayer. Dos siglos después de la conquista, cuando Felipe V encargó la construcción del nuevo palacio real de Madrid tuvo muy en cuenta que su reino abarcaba ambas orillas del Atlántico, que él era tan sucesor de Isabel la Católica como de Atahualpa. Por eso, en la fachada principal del palacio, junto a su estatua y la de su hijo hizo colocar otras dos que representaban al gran Inca y a Moctezuma, emperador de los aztecas. Ahí siguen como testigo mudo de un genocidio que nunca fue.

miércoles, 12 de agosto de 2015

lunes, 20 de abril de 2015

La Biblia del perfecto idiota progre

Libertad frente a populismo

La Biblia del perfecto idiota progre

Libertad Digital publica el cáustico capítulo que Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa dedicaron a Eduardo Galeano.


Nicolás Maduro y Eduardo Galeano



Cultura

Libertad Digital por gentileza de Plaza & Janés recupera el capítulo del libro Manual del perfecto idiota latinoamericano y español que sus autores, Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa dedicaron a la obra más popular del escritor uruguayo Eduardo Galeano, fallecido esta semana. Las venas abiertas de América Latina, es la Biblia del populismo izquierdista.
Reproducimos a continuación extractos de dicho capítulo, el tercero, titulado: La Biblia del Idiota.
En el último cuarto de siglo el idiota latinoamericano ha contado con la notable ventaja de tener a su disposición una especie de texto sagrado, una Biblia en la que se recogen casi todas las tonterías que circulan en la atmósfera cultural de eso a lo que los brasileros llaman "la izquierda festiva".
Naturalmente, nos referimos a Las venas abiertas de América Latina, libro escrito por el uruguayo Eduardo Galeano a fines de 1970, cuya primera edición en castellano apareció en 1971. Veintitrés años más tarde -octubre de 1994- la editorial Siglo XXI de España publicaba la sexagésima séptima edición, éxito que demuestra fehacientemente tanto la impresionante densidad de las tribus latinoamericanas clasificables como idiotas, como la extensión de este fenómeno fuera de las fronteras de esta cultura.
En efecto… hay bastantes posibilidades de que la idea de América Latina grabada en las cabecitas de muchos jóvenes latinoamericanistas formados en Estados Unidos, Francia o Italia (no digamos Rusia o Cuba) haya sido modelada por la lectura de esta pintoresca obra ayuna de orden, concierto y sentido común.
¿Por qué? ¿Qué hay en este libro que miles de personas compran, muchas leen y un buen por ciento adopta como diagnóstico y modelo de análisis? Muy sencillo: Galeano -quien en lo personal nos merece todo el respeto del mundo- , en una prosa rápida, lírica a veces, casi siempre efectiva, sintetiza, digiere, amalgama y mezcla a André Gunder Frank, Ernest Mandel, Marx, Paul Baran, Jorge Abelardo Ramos, al Raúl Prebisch anterior al arrepentimiento y mea culpa, a Guevara, Castro y algún otro insigne "pensador" de inteligencia áspera y razonamiento delirante. Por eso su obra se ha convertido en la Biblia de la izquierda. Ahí está todo, vehementemente escrito, y si se le da una interpretación lineal, fundamentalista, si se cree y suscribe lo que ahí se dice, hay que salir a empuñar el fusil o -los más pesimistas- la soga para ahorcarse inmediatamente.
Acerquémonos a la Introducción, dramáticamente subtitulada "Ciento veinte millones de niños en el centro de la tormenta", y aclaremos, de paso, que todas las citas que siguen son extraídas de la mencionada edición sexagésima séptima, impresa en España en 1994 por Siglo XXI para uso y disfrute de los peninsulares. Gente -por cierto- que sale bastante mal parada en la obra. Cosas del historimasoquismo, como le gusta decir a Jiménez Losantos.
Es América Latina la región de las venas abiertas. Desde el descubrimiento hasta nuestros días todo se ha trasmutado siempre en capital europeo, o más tarde norteamericano, y como tal se ha acumulado y se acumula en los lejanos centros de poder. (p. 2)
Aunque la introducción no comienza con esa frase, sino con otra que luego citaremos, vale la pena acercarnos primero a ese párrafo porque en esta metáfora hemofílica que le da título al libro hay una sólida pista que nos conduce exactamente al sitio donde se origina la distorsión analítica del señor Galeano: se trata de un caso de antropomorfismo histórico-económico. El autor se imagina que la América Latina es un cuerpo inerte, desmayado entre el Atlántico y el Pacífico, cuyas vísceras y órganos vitales son sus sierras feraces y sus reservas mineras, mientras Europa (primero) y Estados Unidos (después) son unos vampiros que le chupan la sangre. Naturalmente, a partir de esta espeluznante premisa antropomórfica no es difícil deducir el destino zoológico que nos espera a lo largo del libro: rapaces águilas americanas ferozmente carroñeras, pulpos multinaciones que acaparan nuestras riquezas, o ratas imperialistas cómplices de cualquier inmundicia.
La división internacional del trabajo consiste en que unos países se especializan en ganar y otros en perder. (p. 1)
Así, con esa frase rotunda, comienza el libro. Para su autor, como para los corsarios de los siglos XVI y XVII, la riqueza es un cofre que navega bajo una bandera extraña, y todo lo que hay que hacer es abordar la nave enemiga y arrebatárselo. La idea tan elemental y simple, tan evidente, de que la riqueza moderna sólo se crea en la buena gestión de las actividades empresariales no le ha pasado por la mente.
Lamentablemente, son muchos los idiotas latinoamericanos que comparten esta visión de suma cero. Lo que unos tienen –suponen-, siempre se lo han quitado a otros. No importa que la experiencia demuestre que lo que a todos conviene no es tener un vecino pobre y desesperanzado, sino todo lo contrario, porque del volumen de las transacciones comerciales y de la armonía internacional va a depender no sólo nuestra propia salud económica, sino la de nuestro vecino.

Portada del libro

Cualquier observador objetivo que se sitúe en 1945, año en que termina la Segunda Guerra Mundial y Estados Unidos es, con mucho, la nación más poderosa de la tierra, puede comprobar cómo, mientras aumenta paulatinamente la riqueza global norteamericana, disminuye su poderío relativo, porque otros treinta países ascienden vertiginosamente por la escala económica. Nadie se especializa en perder. Todos (los que hacen bien su trabajo) se especializan en ganar.
(…)
La región (América Latina) sigue trabajando de sirvienta. Continúa existiendo al servicio de las necesidades ajenas como fuente y reserva del petróleo y el hierro, el cobre y las carnes, las frutas y el café, las materias primas y los alimentos con destino a los países ricos, que ganan consumiéndolos mucho más de lo que América Latina gana produciéndolos. (p. 1)
Este delicioso párrafo contiene dos de los disparates preferidos por el paladar del idiota latinoamericano, aunque hay que reconocer que el primero –"nos roban nuestras riquezas naturales"- es mucho más popular que el segundo: los países ricos "ganan" más consumiendo que América Latina vendiendo.
Vamos a ver: supongamos que los evangelios del señor Galeano se convierten en política oficial de América Latina y se cierran las exportaciones del petróleo mexicano o venezolano, los argentinos dejan de vender en el exterior carnes y trigo, los chilenos atesoran celosamente su cobre, los bolivianos su estaño, y colombianos, brasileros y ticos se niegan a negociar su café, mientras Ecuador y Honduras hacen lo mismo con el banano. ¿Qué sucede? Al resto del mundo, desde luego, muy poco, porque toda América Latina apenas realiza el ocho por ciento de las transacciones internacionales, pero para los países al sur del Río Grande la situación se tornaría gravísima. Millones de personas quedarían sin empleo, desaparecería casi totalmente la capacidad de importación de esas naciones y, al margen de la parálisis de los sistemas de salud por falta de medicinas, se produciría una terrible hambruna por la escasez de alimentos para los animales, fertilizantes para la tierra o repuestos para las máquinas de labranza.
Incluso, si el señor Galeano o los idiotas que comparten su análisis fueran consecuentes con el antropomorfismo que sustentan, bien pudieran llegar a la conclusión inversa: dado que América Latina importa más de lo que exporta, es el resto del planeta el que tiene su sistema circulatorio a merced del aguijón sanguinolento de los hispanoamericanos. De manera que sería posible montar un libro contravenoso en el que apasionadamente se acusara a los latinoamericanos de robarles las computadoras y los aviones a los gringos, los televisores y los automóviles a los japoneses, los productos químicos y las maquinarias a los alemanes y así hasta el infinito. Sólo que ese libro sería tan absolutamente necio como el que contradice.
(...)
Por un lado, Galeano no es capaz de entender que si los latinoamericanos no exportan y obtienen divisas, a duras penas podrán importar. Por otro, no se da cuenta de que los impuestos que pagan los consumidores de esos productos no constituyen una creación de riqueza, sino una simple transferencia de riqueza del bolsillo privado a la tesorería general del sector público, donde lo más probable es que una buena parte sea malbaratada, como suele ocurrir con los gastos del Estado.
Hablar de precios justos en la actualidad es un concepto medieval. Estamos en plena época de la libre comercialización. [Y de ahí concluye Galeano que:] cuanta más libertad se otorga a los negocios, más cárceles se hace necesario construir para quienes padecen los negocios. (p.1)
Aquí está -en efecto- la teoría del precio justo y el horror al mercado. Para Galeano, las transacciones económicas no deberían estar sujetas al libre juego de la oferta y la demanda, sino a la asignación de valores justos a los bienes y servicios; es decir, los precios deben ser determinados por arcangélicos funcionarios ejemplarmente dedicados a estos menesteres. Y supongo que el modelo que Galeano tiene en mente es el de la era soviética, cuando el Comité Estatal de Precios radicado en Moscú contaba con una batería de abrumados burócratas, perfectamente diplomados por altos centros universitarios, que asignaban anualmente unos quince millones de precios, decidiendo, con total precisión, el valor de una cebolla colocada en Vladivostok, de la antena de un sputnik en el espacio o de la junta del desagüe de un inodoro instalado en una aldea de los Urales, práctica que explica el desbarajuste en que culminó aquel experimento, como muy bien vaticinara Ludwig von Mises en un libro —Socialismo— gloriosa e inútilmente publicado en 1926.
(…)
¿No se da cuenta el idiota latinoamericano de que Rusia y el bloque del Este se fueron empobreciendo en la medida en que se empantanaban en el caos financiero provocado por las crecientes distorsiones de precios arbitrariamente dispuestos por burócratas justos, que con cada decisión iban confundiendo cada vez más al aparato productivo, hasta el punto en que el costo real de las cosas y los servicios tenían poca o ninguna relación con los precios que por ellos se pagaban?
Pero volvamos al esquema de razonamiento primario de Galeano y aceptemos, para entendernos, que a los colombianos hay que pagarles un precio justo por su café, a los chilenos por su cobre, a los venezolanos por su petróleo y a los uruguayos por su lana de oveja. ¿No pedirían entonces los norteamericanos un precio justo por su penicilina o por sus aviones? ¿Cuál es el precio justo de una perforadora capaz de extraer petróleo o de unos «chips» que han costado cientos de millones de dólares en investigación y desarrollo? Y si después de llegar a un acuerdo planetario para que todas las mercancías tuvieran su precio justo, de pronto una epidemia terrible eliminara todo el café del planeta, con la excepción del que se cultiva en Colombia, y comenzara la pugna mundial por adquirirlo, ¿debería Colombia mantener el precio justo y racionar entre sus clientes la producción, sin beneficiarse de la coyuntura? ¿Qué hizo Cuba, en la década de los setenta, cuando realizaba el ochenta por ciento de sus transacciones con el Bloque del Este, a precios justos (es decir, fijados por el Comité de Ayuda Mutua Económica -CAME - ), pero de pronto vio cómo el azúcar pasaba de 10 a 65 centavos la libra? ¿Mantuvo sus exportaciones de dulce a precios justos o se benefició de la escasez cobrando lo que el mercado le permitía cobrar?
Es tan infantil, o tan idiota, pedir precios justos como quejarse de la libertad económica para producir y consumir. El mercado, con sus ganadores y perdedores —es importante que esto se entienda —, es la única justicia económica posible. Todo lo demás, como dicen los argentinos, es verso. Pura cháchara de la izquierda ignorante.
El modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido sucesivamente determinados desde fuera, por su incorporación al engranaje universal del capitalismo. (p. 2) ... A cada cual se le ha asignado una función, siempre en beneficio del desarrollo de la metrópoli extranjera de turno, y se ha hecho infinita la cadena de las dependencias sucesivas, que tienen mucho más de dos eslabones, y que por cierto, también comprenden dentro de América Latina la opresión de los países pequeños por sus vecinos mayores y, fronteras adentro de cada país, la explotación que las grandes ciudades y los puertos ejercen sobre sus fuentes interiores de víveres y mano de obra. (p. 3)
El acabose. (…) Dice Galeano que el "modo de producción y la estructura de clases de cada lugar han sido determinados desde fuera". En esa palabra –determinados- ya hay toda una teoría conspirativa de la historia. A Galeano no se le puede ocurrir que la integración de América Latina en la economía mundial no ha sido determinada por nadie, sino que ha ocurrido, como le ha ocurrido a Estados Unidos o a Canadá, por la naturaleza misma de las cosas y de la historia, sin que nadie -ni persona, ni país, ni grupo de naciones- se dedique a planearlas.
(…)
Pero si en lugar de quejarse de algo tan inevitable como conveniente, el idiota latinoamericano se dedicara a estudiar cómo algunas naciones antes paupérrimas se han situado en el pelotón de avanzada, observaría que nadie ha impedido a Japón, a Corea del Sur o a Taiwán convertirse en emporios económicos.
La lluvia que irriga a los centros del poder imperialista ahoga los vastos suburbios del sistema. Del mismo modo, y simétricamente, el bienestar de nuestras clases dominantes -dominantes hacia dentro, dominadas desde fuera- es la maldición de nuestras multitudes condenadas a una vida de bestia de carga. (p.4)
Quienes opinan una atrocidad de este calibre no son capaces de entender que el concepto clase no existe, y que una sociedad se compone de millones de personas cuyo acceso a los bienes y servicios disponibles no se escalona en compartimientos estancos, sino en gradaciones casi imperceptibles y móviles que hacen imposible trazar la raya de esa supuesta justicia ideal que persiguen nuestros incansables idiotas.
Tomemos a Uruguay, el país del señor Galeano, una de las naciones latinoamericanas en que la riqueza está menos mal repartida. (…) Pero ¿hasta dónde puede llegar esta cadena de verdugos y víctimas? Hasta el infinito: hay uruguayos con aire acondicionado, lavadora y teléfono. ¿Les han robado a otros uruguayos más pobres estas comodidades propias de los grupos medios? ¿Se ha puesto a pensar el señor Galeano a quién le roba él su relativa comodidad de intelectual bien situado, frecuente pasajero trasatlántico?
El ingreso promedio de un ciudadano norteamericano es siete veces mayor que el de un latinoamericano y aumenta a un ritmo diez veces más intenso. Y los promedios engañan (...) seis millones de latinoamericanos acaparan, según Naciones Unidas, el mismo ingreso que ciento cuarenta millones de personas ubicadas en la base de la pirámide social. (p. 4)
Lo que Galeano no es capaz de comprender -y demos sus cifras por ciertas- es que ese norteamericano promedio también crea siete veces más riqueza que su vecino del sur, pues -de lo contrario- no podría gastar lo que no tiene.
El consumo (querido idiota) es una consecuencia de la producción. (....) ¿Cómo puede un agricultor ecuatoriano esperar la misma remuneración por su trabajo que un agricultor norteamericano, cuando la productividad del estadounidense es cien veces la suya? En Estados Unidos menos del tres por ciento de la población se dedica a la agricultura, alimenta a 260 millones de personas, y produce excedentes que luego exporta. Por eso los agricultores gringos ganan más. Básicamente por eso.
(…)
Pero donde los razonamientos de Galeano -y me temo que de los idiotas latinoamericanos, a los que, con cierta melancolía, va dedicado este libro -alcanzan el nivel de la paranoia y la irracionalidad más absolutas es en el tema del control de la natalidad. De acuerdo con Las venas abiertas de América Latina, la alta tasa de crecimiento de esta región del mundo no es alarmante porque:
En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra: Perú, 32 veces menos que Japón. (p. 9)
Es como si Galeano y sus huestes no pudieran darse cuenta de que la necesidad de controlar los índices de natalidad no depende del territorio disponible, sino de la cantidad de bienes y servicios que genera la comunidad que se analiza y las posibilidades que posee de absorber razonablemente bien a su población. ¿De qué le sirve a una pobre mujer habitante de una favela en Río o en La Paz saber que el séptimo hijo que le va a nacer -al que difícilmente le podrá dar de comer y mucho menos podrá educar- vivirá (si vive) en un país infinitamente menos poblado que Holanda?
(…)
Y aquí viene una de las frases más increíblemente bobas de todo un libro que se ha ganado, muy justamente, su carácter de Biblia del idiota latinoamericano:
En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. (p. 9)
De manera que los pérfidos poderes imperiales, con Wall Street y la CIA a la cabeza, asociados con la burguesía cómplice y corrupta, distribuyen condones para impedir el definitivo trallazo revolucionario. Lucha final que Galeano otea en el ambiente y cuyo paradigma y modelo encarna Castro, puesto que:
El águila de bronce del Maine, derribada el día de la victoria de la revolución cubana, yace ahora abandonada, con las alas rotas, bajo un portal del barrio viejo de La Habana. Desde Cuba en adelante, también otros países han iniciado por distintas vías y con distintos medios la experiencia del cambio: la perpetuación del actual orden de cosas es la perpetuación del crimen. (p. 11)
(…)
El problema es que Cuba, tras la desaparición del Bloque del Este, da muestras desesperadas de querer abrirse las venas para que el capitalismo le succione la sangre, mientras afronta su crisis final con medidas de ajuste calcadas del recetario del FMI.
(…)
Y mientras hace esto, contradiciendo el recetario de Galeano, la Isla mantiene, a base de abortos masivos, la tasa de natalidad más baja del Continente, y la más alta de suicidios, pese a que es catorce veces más grande que la vecina Puerto Rico y proporcionalmente mucho más despoblada.
Por último, ese paraíso propuesto por Galeano como modelo -del que todo el que puede escapa a bordo de cualquier cosa capaz de flotar o volar- de un tiempo a esta parte ya no exhibe como atracción su gallardo perfil de combatiente heroico, sino las sudorosas y trajinadas nalgas de las pobres mulatas de Tropicana, y la promesa de que ahí -en esa pobre isla- se puede comprar sexo de cualquier clase con un puñado de dólares. A veces basta con un plato de comida. Menos, mucho menos de lo que cuesta en una librería el libro del señor Galeano.
Manual del perfecto idiota latinoamericano... y español. Presentación de Mario Vargas Llosa. Escrito por Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner y Álvaro Vargas Llosa. (Ed. Plaza & Janés, 1996)

domingo, 8 de febrero de 2015

El antiguo y absurdo sistema monetario ingles.

El antiguo y absurdo sistema monetario inglés.

-No me interrumpas -le rogaba-. Aquí tengo una libra con diecisiete y dos con seis en la oficina; puedo prescindir del café en la oficina, pongamos diez chelines, que hacen dos libras, nueve peniques y seis chelines, con tus dieciocho y tres hacen tres libras, nueve chelines y siete peniques... ¿quién está moviéndose?... ocho, nueve, siete, coma y me llevo siete... no hables, mi amor... y la libra que le prestaste a ese hombre que vino a la puerta... calla, niña... coma y me llevo, niña... ¡ves, ya está mal!... ¿he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques? Sí, he dicho nueve libras, nueve chelines y siete peniques; el problema es el siguiente: ¿podemos intentarlo por un año con nueve libras, nueve chelines y siete peniques

-Claro que podemos, George -exclamó ella. Pero estaba predispuesta en favor de Wendy y, en realidad, de los dos, él era quien tenía un carácter más fuerte. 

-Acuérdate de las paperas -le advirtió casi amenazadoramente y se puso a calcular otra vez-. Paperas una libra, eso es lo que he puesto, pero seguro que serán más bien treinta chelines... no hables... sarampión una con quince, rubeola media guinea, eso hace dos libras, quince chelines y seis peniques... no muevas el dedo... tos ferina, pongamos que quince chelines... 

Y así fue pasando el tiempo y cada vez daba un total distinto; pero al final Wendy pudo quedarse, con las paperas reducidas a doce chelines y seis peniques y los dos tipos de sarampión considerados como uno solo. 

Creo que con este pequeño texto extraído de las primeras paginas del "Peter Pan" de James Matthew Barrie se justifica la "necesidad" de esta entrada, a pesar de que hablemos de un sistema monetario desaparecido hace mas de treinta años. Como en este caso en muchas otras novelas y películas nos topamos con esa jerigonza de libras, chelines, peniques, guineas, coronas con unas relaciones entre ellas incomprensibles y una manera de sumar y restar cantidades mas propias de un libro de acertijos que de un sistema monetario mas o menos serio.   



Empecemos por la moneda base, la libra esterlina. ¿y por que se llama así? pues muy sencillo, libra por la unidad de masa, si, esa unidad universalmente localista. Universal porque esta en casi todas las partes del mundo y localista porque en cada sitio pesa un cosa, e incluso en un mismo lugar hay varias libras con distintos pesos.  Y esterlina por el tipo de plata que componía la libra original , la "plata esterlina", una aleación con mas de un 90 % de plata y el resto de otros metales.  Como es natural esta "moneda" de unos 300 gramos de peso no existía realmente, pero era una unidad de cuenta a la que hacían referencia el resto de monedas. En el reinado de Isabel I se instauro la libra esterlina como moneda de uso y se cifro en 1/240 de la antigua libra de plata esterlina. A pesar de que la libra se diga pound en ingles su símbolo es una ele (£) por que deriva del latín libra



Pero empecemos con lo divertido, ahora le toca el turno al chelín, moneda fraccionaria de la libra. ¿ Y cuantos chelines caben en una libra?, pues ni mas ni menos que veinte. Bueno, no es problema, podemos decidir usar un sistema vigesimal en vez decimal.



Después tenemos el penique, y como estamos en un sistema vigesimal cabrán veinte en un chelín, con lo que la libra valdría 400 peniques, ¿no?. Pues no, ahora el sistema cambia a duodecimal con lo que en un chelín caben doce peniques lo que nos deja la libra con un total de 240 peniques. Como vemos un sistema completamente fácil e intuitivo.



Pero aun tenemos alguna moneda fraccionaria mas, por ejemplo la corona. Esta valía cinco chelines, lo que daría un total de cuatro coronas en una libra. Maravilloso, no sigue ni el vigesimal, ni el duodecimal ni el decimal.



Y para acabar de rematar el tema la mas bonita de todas, la guinea. ¿Y cuanto vale una guinea?, 21 chelines, esto es una libra y un chelín. Como vemos una unidad fraccionaria utilisima. Y lo peor de todo es que aunque la moneda física desapareció a principios del XIX aun se siguen contabilizando operaciones en guineas, ya que se considera un moneda mas elegante y propia de caballeros. También existieron los soberanos, con el mismo valor que la guinea (pero con distinto nombre para hacerlo mas entretenido). 



El "Día decimal", que fue el 15 de febrero de 1971, se puso fina a este lío y se dividió la libra en cien peniques. Durante algún tiempo coincidieron peniques nuevos y peniques viejos, lo que convertiría un pequeña compra en un verdadero problema aritmético capaz de volver loco al matemático mas avezado.



Para terminar un par de citas, la primera, que sera una imagen, es de un libro de 1808, cuando la Guerra de la Independencia, que se imprimió para ayudar a la población española con los cambios con nuestro aliados ingleses:

libra+chelin+penique+esterlina+guinea+soberano



Y por último una nota a pie de pagina de la novela "Buenos presagios" de Terry Pratchett y Neil Gaiman,  en la que trata de explicar el sistema después de hablar de peniques y chelines:



 Las unidades más pequeñas eran cuartos de penique, medios peniques, monedas de tres peniques y monedas de seis peniques. Dos monedas de seis peniques = un chelín. Dos chelines = un florín. Un florín y seis peniques = media corona. Cuatro medias coronas = un billete de diez chelines. Dos billetes de diez chelines = una libra (o 240 peniques): Una libra y un chelín = una guinea.



Y concluye la nota con una frase que la podemos dejar como final a modo de resumen:



Los británicos rechazaron el sistema decimal durante mucho tiempo porque lo veían demasiado complicado.