Gran parte de la población tiende a pensar que la función principal de las empresas es generar empleo. Sólo cuando una compañía empieza a perder dinero, se tolera que pueda prescindir de una parte de sus empleados para reducir costes y regresar a la rentabilidad. Y aun en esos casos, se suelen atribuir las pérdidas a los altos sueldos de los directivos, exigiendo a renglón seguido rebajas sustanciales en sus emolumentos para mantener el nivel de empleo.
El escándalo por supuesto estalla cuando una empresa con beneficios comienza a despedir gente. Rápidamente se acusa al capitalismo de ser un sistema inmoral y perverso que sacrifica cuantos valores haya con tal de maximizar sus ganancias. Si la empresa es rentable (incluso muy rentable), si puede permitirse mantenerlos en plantilla, ¿a qué viene despedirlos?
Lo primero a destacar es que la tarea principal de las empresas no es generar empleo, sino crear riqueza. Su cometido es dar lugar a una organización de factores productivos capaz de engendrar bienes y servicios por los que los consumidores estén dispuestos a pagar un precio lo suficientemente elevado como para rentabilizar esa organización (esto es, que le permita a la empresa remunerar a los factores implicados compensándoles el tiempo que dedican a producir esos bienes o servicios).
A los consumidores, la organización productiva les resulta irrelevante: prácticamente nadie conoce ni está interesado en conocer los detalles de la elaboración de una determinada mercancía. Lo único que les concierne es que las prestaciones que les proporciona esa mercancía sean más valiosas que el precio que deben pagar por ella (y que habrían podido gastar en otros bienes de consumo o de capital que les hubiesen proporcionado otro tipo de prestaciones y satisfacciones en el presente o en el futuro). O dicho de otra manera, una mercancía será igual de valiosa si ha sido producida por 10.000 trabajadores que si no ha requerido los servicios de ningún obrero. Dado que las empresas nacen para producir bienes y servicios, resulta absurdo el exigirles un nivel mínimo de empleo (o un nivel mínimo de consumo de gasolina, de cobre, de horas de encendido de los ordenadores...).
Ahora bien, que la organización productiva les resulte irrelevante a los consumidores no significa, ni mucho menos, que realmente lo sea. Dado que los recursos son más escasos que nuestras necesidades, mal haríamos en ignorar el uso o mal uso que estamos haciendo de los mismos: al cabo, cada vez que utilizamos los factores productivos de un modo, estamos impidiendo que se utilicen de otro, esto es, estamos impidiendo que se produzcan otros bienes y servicios que podrían satisfacernos otras necesidades. Los empresarios se dedican justamente a eso: a trazar aquellos planes empresariales que minimicen los fines a los que los consumidores deben renunciar por el hecho de producir unos determinados bienes y servicios. Por eso tratan de vender al precio más alto (lo que indica una alta valoración de los consumidores) y de producir producen al menor coste posible (lo que significa que acaparan pocos recursos que pueden destinarse a otros planes de negocio).
El progreso y el crecimiento económico, más allá del descubrimiento de nuevos recursos, provienen, precisamente, de sacar un mayor partido a los factores que ya controlamos: o de producir una mayor cantidad de bienes con los mismos recursos o de producir lo mismo recursos con una menor cantidad de recursos, de modo que los sobrantes queden disponibles para fabricar otros bienes y servicios. Tal es el significado que en el uso corriente le damos a la palabra "economizar"; evitar las duplicidades, redundancias o despilfarros para lograr el mismo objetivo con menos esfuerzo o gasto.
En consecuencia, no es ni mucho menos necesario que las empresas esperen a incurrir en pérdidas para que se dediquen a economizar sus recursos: su misión es estar haciéndolo continuamente. Por mucho dinero que ganen, sería nocivo para accionistas y consumidores que, si pueden reducir sus costes manteniendo sus niveles de producción, no lo hicieran. Para los accionistas, porque estarían renunciando a ganar más dinero (al menos a corto y medio plazo, hasta que la competencia les forzara a bajar los precios hasta los menores costes); para los consumidores, porque podrían disfrutar de más bienes o servicios si los factores con funciones redundantes se concentraran en otros procesos productivos (obviamente, en caso de que la compañía opte por "prejubilar" a los trabajadores, los consumidores no se verían beneficiados por la economización, sino que las ganancias resultantes de esa economización se repartirían entre accionistas y los trabajadores prejubilados).
En otras palabras, no existe ninguna incompatibilidad entre ganar dinero y despedir trabajadores: las ganancias son una muestra de que la empresa está haciendo un uso eficiente de los factores productivos y la decisión de economizarlos todavía más es una señal de que pretende seguir haciéndolo. Aunque la teoría de la explotación marxista es más falsa que un duro sevillano, sí contiene una intuición que puede sernos útil: si el empresario se estuviera lucrando a costa de un determinado trabajador, ¿por qué lo despide? ¿Acaso pueden los vampiros chupar la sangre a distancia?
La economización de recursos, por cierto, suele generar mucho escándalo cuando afecta a trabajadores, sin embargo suele ser recibida entre ovaciones cuando se trata de racionar el consumo energético. ¿Se imaginan que la opinión pública vituperara a las compañías por decidir minorar su consumo de petróleo con el argumento de que con ello estarían perjudicando a las petroleras? Yo no, porque afortunadamente la gente sí suele entender que la economía no debe estar orientada a maximizar el gasto de petróleo sino la producción.
Por supuesto, despedir a trabajadores puede ser un drama dentro de una economía donde las rigideces institucionales impidan su pronta recolocación; un drama para el consumidor que no se beneficiará de una expansión en el número de bienes y servicios y un drama sobre todo para el trabajador, que si no ha logrado amasar un patrimonio que le proporcione rentas alternativas, se verá privado de su única fuente de ingresos. Pero la responsabilidad de ello no corresponde a las empresas que economizan sus recursos, sino a los políticos y sindicatos que mantienen unas instituciones que obstaculizan o impiden la creación de empleo; y por ello no debería ser la empresa la que pagara los platos rotos. A la postre, impedirle que prescinda de sus trabajadores redundantes sería tanto como permitirle que los despida para, acto seguido, imponerle un tributo cuya recaudación fuera a parar a esos trabajadores.
Cuestión distinta, claro está, es que haya que subvencionar esos despidos. Por los mismos motivos por los que no debe subvencionarse la eficiencia energética, tampoco debería subvencionarse la "eficiencia obrera". La economización de recursos no debería beneficiar a accionistas y consumidores a costa de los contribuyentes.
En definitiva, es comprensible que la natural aversión que mucha gente siente hacia que una empresa rentable despida a parte de su plantilla se camufle con críticas (razonables) a que las instituciones laborales obstaculizan su pronta recolocación o a que los contribuyentes están sufragando parte del despido. Pero, en tal caso, la exigencia no debería ser la de prohibir esos despidos, sino la de reformar el mercado laboral y la de poner fin a tales subvenciones.
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