Valladolid: arte, pinchos y otros encantos
Aprovechando el paso del
Pisuerga, damos un paseo por la ciudad del castellano impoluto, bajo la
sombra de Zorrilla, Delibes y Felipe II. Un baño de arte, historia y
tradición que sólo puede culminar con esos buenos vinos y mejores
pinchos que la erigen en la capital de la tapeo. Y también con la
certeza de que en Pucela, ni tan recia ni tan enseñoreada, hay mucho aún
por descubrir.
Habrá que situarse en la Plaza Mayor, tal vez bajo esos soportales pioneros que sujetan los edificios rojizos
–los mismos que dejaron su influjo después en Madrid o Salamanca- o
junto a la fachada neoclásica del Ayuntamiento o al lado de la estatua
del conde Ansúrez, muy digno él sobre su pedestal. Como casi todo lo que arranca en Valladolid, esta plaza antaño centro de celebración de los festejos de la Corte es también hoy el punto de partida de un recorrido por sus grandes reclamos, aquellos que codician los turistas cuando visitan la ciudad y que no dejan de ser el orgullo de la gente local.
De aquí parte, por ejemplo, la peatonal calle Santiago que culmina frente al Campo Grande, el Central Park vallisoletano colonizado por los pavos reales
que se dejan ver junto al estanque. Y de aquí también, hacia el otro
lado, se inicia esa maraña de callejuelas de piedra que lo mismo
conducen a la catedral que iba a ser la más grande de Europa –hasta que Juan de Herrera la dejó inconclusa-, como a la fotogénica plaza de San Pablo, con la recargada iglesia del mismo nombre junto al icónico Palacio de Pimentel, donde nació Felipe II.
Religión y burguesía
Como la ciudad de clérigos que fue, en Valladolid hay iglesias, conventos y monasterios para dar y tomar, cuyo rastro se puede seguir en una ruta casi inabarcable. Desde San Benito el Real, que se yergue sobre la antigua muralla; hasta Santa María de la Antigua, declarada Monumento Nacional; pasando por la Iglesia de las Angustias, que cobija la obra maestra de Juan de Juni.
Pero también su impronta burguesa ha dejado bellos rincones como el pasaje Gutiérrez al estilo de las galerías europeas, la modernista Casa del Príncipe, los teatros Lope de Vega y Calderón o los tres mercados de hierro cubierto (Del Val, Portugalete y Campillo) que vienen a demostrar que es ésta una ciudad sólo apta para paseos lentos, sin rumbo, donde a cada paso asalta desde su discreción una agradable sorpresa.
Mucha literatura
Por si fuera poco, un puñado de personajes ilustres dejó también su
huella en Pucela para añadirle una dosis de atractivo. Hablamos de José Zorrilla, suficientemente homenajeado (un paseo, un teatro, un estadio, una plaza…), pero también de Miguel de Cervantes, que escribió en Valladolid algunas de sus novelas ejemplares, y por supuesto de Miguel Delibes, el hijo predilecto, cuya novela histórica El Hereje ha alumbrado un recorrido turístico en busca de sus localizaciones.
Al caer el sol
Pero si hay algo ineludible en esta ciudad castellana que también presume de playa (porque la tiene, sí, a la orilla del Pisuerga) esto es reservar una tarde para rendirse al arte de sus pinchos. Nadie debería marcharse sin asistir al desfile de las sorprendentes creaciones culinarias
que acontece en sus tabernas atestadas. Pinchos muy de la tierra, por
supuesto, pero con un toque moderno y minimalista de los que muy pocas
urbes presumen.
Los Zagales, Villa Paramesa o La Criolla son algunos de los más famosos templos del tapeo donde degustar originales delicias regadas con buenos vinos. Pero hay muchos otros, siempre en los alrededores de la Plaza Mayor, para culminar o ¿por qué no? emprender un nuevo paseo por Valladolid capital.
No hay comentarios:
Publicar un comentario